No siempre la vida fue tan cómoda como lo es ahora. Hace 30 años no era suficiente con abrir un grifo para disponer de agua en la vivienda.
Cuando no existía el beneficio del agua corriente, para lavar la ropa se acudía al río llevando un cesto con las prendas sucias y un cajón de madera para proteger las rodillas durante la labor. En un principio se frotaba y golpeaba la ropa sobre una lancha semihundida en el agua. Posteriormente ésta fue sustituida por una tabla de superficie ondulada donde se enjabonaba y se restregaban una y otra vez las prendas.
En estos lavaderos al aire libre se colocaron después cobertizos que permitían a las lavanderas dedicarse a sus faenas en días lluviosos. A estos cobertizos siguieron los lavaderos cubiertos con edificios adecuados, donde las lavanderas y criadas podían, mediante el pago estipulado, lavar y tender la ropa al abrigo de la intemperie.
Para controlar y contabilizar las prendas que estas mujeres llevaban a lavar existía un instrumento como el que mostramos este mes en el museo. Se trata de una tabla de madera fechada en 1882 que cuenta con numerosos orificios organizados en 18 filas, tantas como prendas, de 10 orificios cada una, es decir hasta un máximo de 10 prendas de cada clase. Además presenta en el lado izquierdo la relación manuscrita de dichas prendas, las habituales en la época. Cuando las lavanderas se llevaban la ropa anotaban el número de prendas sucias introduciendo un palito en el orificio correspondiente según la cantidad de cada una de ellas (ver dibujo adjunto). La tabla se quedaba en casa de la propietaria y cuando la lavandera regresaba con las prendas limpias se comprobaba si estaban todas y no había habido pérdida o sustracción.