Desde la antigüedad el hombre buscó elementos con los que poder escribir y expresar sus pensamientos y sentimientos. Una de las formas más comunes y fáciles es, sin duda, utilizando el lápiz.
Inventar algo no es fácil. Muchos de los inventos han sido producto de la casualidad, mientras que otros lograron hacerse realidad por la insistencia de sus creadores.
En el caso que nos ocupa este mes, el lápiz, probablemente, no hemos pensado nunca cómo se inventó.
En 1564 una fuerte tempestad derribó un enorme árbol en un poblado de Cumberland (Inglaterra). Debajo de sus raíces apareció una masa negra de aspecto mineral, desconocida hasta entonces. Era una veta de plombagina o “plomo negro”.
Los pastores de los alrededores comenzaron a usar trozos de este material para marcar sus ovejas. Otros lo partían en varitas, que vendían en Londres con el nombre de “piedras de marcar”.
Tenían el inconveniente de que se rompían fácilmente y manchaban en exceso. Esto se resolvió enrollando un cordel alrededor de la vara, que se iba quitando a medida que se iba gastando.
A mediados del s. XVIII, las minas inglesas de grafito eran explotadas por la Corona, convirtiéndose en un mineral estratégico del ejército inglés, ya que se empleaba también en la fundición de cañones. Los mineros eran registrados, pudiendo ser castigados con la pena de muerte si llevaban escondido algún trozo del mineral.
La escasez de grafito en Europa obligó a buscar soluciones alternativas. Así, en 1760, Kaspar-Faber, artesano de Baviera, mezcló el grafito con polvo de azufre, antimonio y resinas, obteniendo una masa que moldeada en forma de una vara delgada y horneada después, se conservaba más firme que el grafito puro.
Posteriormente, en 1790, se mejoró la calidad de estas varitas, gracias al ingeniero, militar y pintor francés Nicolás Jacques Conté, que se dedicó a hacer lápices ante la escasez de los mismos a causa de la guerra con Inglaterra. Tuvo la idea de moler el grafito y mezclarlo con cierto tipo de arcilla, prensando barras y luego horneándolas en recipientes cerámicos.
Este método, patentado en 1795, dio paso a la fabricación de los lápices modernos. Según la cantidad de arcilla se podía regular la dureza del lápiz.
En 1812, el ebanista estadounidense William Monroe fabricó una máquina que producía estrechas tablitas semicilíndricas de madera de 16 a 18 cms. de longitud. A lo largo de cada una, el aparato producía estrías semicilíndricas sobre las que se fijaba con cola la barra de grafito. A continuación, se colocaba encima la otra sección de madera, pegándola en torno a la barra. Así es como nació el lápiz que conocemos en la actualidad.
El lápiz que exponemos, aún sin afilar, fue donado al Museo por Francisco López López en 2016.