Desde que nuestros antepasados neolíticos dejaran representada una escena de recolección de miel, ha transcurrido mucho tiempo de relación del hombre con uno de los pocos insectos al que respeta y cría para su propia utilidad.
La cría de la abeja como productora de miel era fundamental en la dieta del mundo antiguo.
Las abejas anidan de forma natural en oquedades de árboles y rocas, en lugares resguardados del viento, con agua en las proximidades, y con floración suficiente que les permita vivir durante el año de la miel elaborada a partir de ella.
El hombre ha pretendido reproducir un habitáculo cerrado y abrigado, pero dotado de acceso para poder obtener con facilidad el producto de su cría, e incluso de movilidad para transportarlas según las necesidades climáticas y de floración.
Uno de estos modelos fabricados es la colmena de corcho, construida a partir de una gruesa corteza de alcornoque curvada hasta formar el cilindro y cerrada con espigas o clavillos de madera.
Algunas, como la que mostramos este mes en el Museo, presentan una plancha curva y otra plana para cerrarla. Lleva una tapa sujeta con clavos de madera en la cara superior que se retira para abrirla y extraer los panales. Los panales están hechos por las abejas formando grandes tortas verticales que se adhieren a la pared interna y se disponen en estructuras paralelas entre sí. Estas colmenas tienen un pequeño orificio en la parte inferior llamado piquera, por el que salen y entran las abejas. En el interior llevan unos palos cruzados para sujetar los panales.
La miel, como producto absolutamente natural, ha gozado siempre de gran importancia en la alimentación humana, atribuyéndosele propiedades medicinales, así como efectos antibióticos y antibacterianos.
Aunque su naturaleza le hace un producto de larga duración y fácil conservación, necesita lugares frescos y secos. Su almacenamiento debe realizarse en recipientes apropiados de barro, madera o cristal.