Hipócrates, médico de la Antigua Grecia, entendía que la salud era el equilibrio de los cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra, originados en corazón, bazo, hígado y cerebro respectivamente. La armonía de ellos constituía la buena salud y su desequilibrio provocaba la enfermedad.
Si se producía en el cuerpo un exceso de estos humores, entonces se procedía a la extracción a través de las sangrías, ya que para curarlo había que restablecer la cantidad exacta de sangre en el cuerpo. Sacando la sangre se saca la enfermedad era el lema de los médicos. Todo el mundo fue sangrado, desde pobre hasta Reyes, pues la doctrina humoral pervivió por los siglos.
Existían diversos métodos de realizar sangrías: mediante un simple corte con una lanceta, por la succión de una sanguijuela o de ventosas, etc.
La utilización de sanguijuelas fue muy utilizada pero como técnica alternativa a ellas se desarrolló el sistema de succión por ventosas, cuyo origen como técnica curativa se pierde en la antigüedad, comenzando desde el gesto de chupar sobre la picadura de algún bicho o la aplicación de cuernos huecos de animales hasta las actuales técnicas de gran precisión.
La mecánica de su acción siempre es la misma: producir el vacío en su interior mediante la extracción del aire, para que así se logre el objetivo básico de la succión.
Las ventosas utilizadas en las sangrías podían emplearse de dos maneras: secas y escarificadas. La escarificada buscaba producir un sangrado que aliviara la abundancia de sangre del sistema circulatorio y el escarificador servía para provocar una sangría local y controlada. Primero se aplicaba la ventosa seca y después, cuando la piel estaba congestionada, se practicaban las incisiones. Posteriormente se volvía a colocar el vaso hasta llenar parte de él. Tras unos momentos se retiraba la ventosa y se lavaba la piel.
El Museo expone este mes un objeto para este tipo de prácticas. Se trata de una ventosa de cristal con forma de vaso, con una apertura de 5 cms de diámetro. Para su utilización se introducía en ella un trocito de algodón empapado en alcohol, se le prendía fuego e inmediatamente después se colocaba sobre la zona de piel a tratar, haciéndose un vacío en el interior que la adhería a la zona afectada.
Los barberos, en la antigüedad, además de ser hábiles en el manejo de la navaja, realizaban sangrías y aplicaban ventosas, prácticas consideradas de cirugía menor.
Durante el siglo XIX, a pesar de que ya no estaban autorizados legalmente a hacerlas, en muchos lugares todavía seguían practicando sangrías y extracciones dentales, especialmente en los lugares donde no había profesionales de la medicina cerca. Es a partir de 1850 cuando esta costumbre desapareció totalmente y la profesión de barbero volvió a basarse solamente en el cabello y afeitado.
Esta pieza fue donada al Museo por Francisco González Santana en 2011.