El Museo ha seleccionado para pieza del mes unas aguaderas de esparto, recordando con ellas el popular y ya desaparecido oficio de aguador.
El reparto de agua es una actividad que hoy resulta innecesaria, pero hubo épocas en las que era absolutamente imprescindible para el desarrollo de los pueblos y ciudades, ya que, hasta bien entrado el siglo XX, muchos de estos núcleos de población no contaban con agua corriente en las casas.
Algunas poseían pozos que, a veces, eran compartidos con la vivienda contigua, ubicándose una mitad en un patio o corral y la otra en el otro. Su agua se utilizaba para la limpieza e higiene personal e incluso para el consumo humano, en la mayoría de los casos.
Al aumentar las necesidades de la población surgió el oficio de aguador cuya labor consistía en abastecer de agua a aquellas viviendas que no disponían de pozos y que, por diversos motivos, sus propietarios no podían acercarse a las fuentes públicas.
El aguador utilizaba como medio de transporte un burro al que le colocaba una estructura o armazón llamado aguaderas. Habitualmente eran de esparto, como la que mostramos, también las había de mimbre e incluso de hierro, y se colocaban sobre el lomo del animal, encima de un aparejo llamado albarda.
En su interior se solían colocar cuatro cántaros, aunque también las había de seis. Siempre era necesario mantener el equilibrio para no derramar el líquido. Estas vasijas eran de barro, de boca estrecha y ancha barriga, y solían tener una o dos asas.
Los aguadores cogían el agua en las fuentes públicas y la distribuían entre una clientela fija.
La obligación y el esfuerzo que suponía transportarla desde el exterior de la vivienda, influían en el empleo que de ella se hacía. Se destinaba siempre a usos concretos de la casas, y, por supuesto, utilizada sin derroches.
En Olivenza, hasta 1966 no llega el agua corriente a las viviendas, por tanto eran varias las fuentes que abastecían de agua a la población, como la de la Cuerna, la Rala, la del Fuerte, San Francisco, Valsalgado y, más alejadas, las de San Amaro, Mira o San Pablo.
En Madrid, el oficio de aguador estaba reglamentado. Para desempeñarlo se necesitaba una licencia que concedían los corregidores de la villa o bien los alcaldes constitucionales a comienzos del s. XIX, y por la que había que pagar 50 reales más 20 por la renovación anual. Debían llevar en el ojal de la chaqueta una placa de latón con su nº, su nombre y el de la fuente asignada.
A partir de la construcción del alcantarillado y la llegada del agua a los domicilios, este oficio de aguador fue desapareciendo.
La pieza de este mes fue donada al Museo por la familia Garrido Méndez en 1991.