La enfermedad y el dolor han acompañado siempre al hombre. El control de este último ha sido un objetivo constante en la historia de la humanidad. A medida que avanzaba el conocimiento iban apareciendo un número creciente de procedimientos quirúrgicos para corregir un mayor número de padecimientos, pero el dolor que experimentaba el enfermo suponía una barrera, a veces, difícil de superar.
Además, la asepsia, la esterilización de materiales, la higiene imprescindible para evitar la infección de las heridas, era desconocida aún en 1843. Gran parte de las muertes, después de una operación, se debían a las infecciones causadas por los médicos o por la suciedad en las salas de operaciones.
A lo largo de los siglos, para mitigar el dolor, se utilizaba, principalmente, narcóticos vegetales como la adormidera, la mandrágora y el cannabis, en algunas ocasiones mezclados con alcohol.
El escritor y doctor Oliver Wendell Holmes fue el que introdujo por primera vez en nuestro vocabulario la palabra anestesia, que procede del griego “an aisthesis” y se define como la privación total o parcial de la sensibilidad producida por causas patológicas o provocada con finalidad médica.
Para muchos cirujanos del siglo XIX, el dolor y el sufrimiento del paciente eran algo tan natural que ni siquiera pensaban que fuera posible combatirlo. La casualidad y una mente despierta se aliaron para hallar la solución. El dolor comenzó a vencerse a mediados del siglo XIX con el uso de anestésicos mediante inhalación como el éter, óxido nítrico y cloroformo.
El joven dentista Horace Wells (1815-1848), del Estado de Virginia, acude el 10 de diciembre de 1844 a una exhibición de los fenómenos producidos por la inhalación de óxido de nitrógeno, vulgarmente conocido como “gas hilarante” o “gas de la risa”. Él mismo, junto a otros ciudadanos, participa de la experiencia riendo y bailando bajo los efectos del gas hasta que pasa el efecto. Después de ello, nadie de los que acudió a tal espectáculo, excepto Wells, se dio cuenta de que uno de los participantes, que se había golpeado fuertemente la tibia con un bando, carecía de dolor alguno y ni siquiera se dio cuenta de que estaba herido. Wells, viendo esto, comentó a uno de sus amigos “creo que si a un hombre se le da a respirar este gas se le podrá extraer una muela o amputar una pierna sin que le duela”. Era el primer paso que llevaría hacia la victoria de la medicina sobre el dolor.
En los años posteriores, se suceden numerosos ensayos con el gas, así como múltiples disputas por conseguir riqueza y fama entre varios personajes de la época por apropiarse de un descubrimiento que no les pertenecía.
En relación con este tema el Museo quiere mostrar una mascarilla metálica utilizada para aplicar cloroformo o éter. Antes del uso generalizado de estas mascarillas, los médicos vertían el producto en un paño o pañuelo y lo colocaban en la nariz y boca del paciente. Posteriormente la mascarilla de alambre se cubría con una gasa o tela de algodón sobre la que se goteaba el anestésico líquido volátil.
La que mostramos, también llamada mascarilla o inhalador Esmarch por el cirujano alemán Friedrich Von Esmarch (1823-1908,) se introdujo en 1877. Sobre un paño, que no conserva y que se extendía sobre el alambre proporcionando una gran superficie de evaporación, se dejaba caer el cloroformo o éter. Se podía añadir más cantidad a medida que se evaporaba. El marco evita que el paño empapado toque la cara del paciente, evitando irritaciones en la piel. Solía presentarse en un pequeño estuche de cuero, junto a un frasco de cloroformo, gasa y una tijera. Fue diseñado para su uso en el campo de batalla. También fue popular para uso civil en todo el mundo hasta la década de 1950. Las posteriores fueron modificaciones de la Esmarch.
Esta pieza fue donada en 2004 por Rafaela Sánchez-Vizcaíno Román, de Badajoz.