En todas las épocas, los padres han buscado una manera de llevar al bebé que les sea cómoda en los desplazamientos.
Una de ellas es el cochecito en el que el recién nacido se mantiene recostado frente a la persona que lo empuja.
La idea surge de William Kent, arquitecto muy conocido por su trabajo como diseñador de jardines en Inglaterra. En 1733 el Duque de Devonshire preguntó a Kent si podía construir un medio de transporte que divirtiera a sus niños. Kent hizo una cesta de ruedas donde los niños podían sentarse y que era tirada por un pony o una cabra.
La idea rápidamente gustó a los miembros de la familia real que adquirieron objetos similares. Estos se caracterizaban por ser muy altos e inseguros y estaban destinados exclusivamente a los padres de la alta sociedad. Estaban hechos con madera o mimbre y el chasis era de cobre amarillo muy costoso. Eran de lujo y se convirtieron en obras de arte.
En este tiempo los carros de bebé eran empujados siempre por animales, pero en 1848 apareció un revolucionario diseño. El americano Charles Burton decidió poner manillares en ellos para que los padres pudieran empujarlos.
En 1889 William Richardson patentó su idea del primer cochecito reversible, es decir, la cuna fue diseñada para que el bebé fuera de frente o de espaldas a los padres. También realizó cambios estructurales en el carro.
En los felices años 20 con la entrada de la sociedad de consumo y el baby boom se popularizó el instrumento, hasta que en los años 50 se hizo imprescindible.
En 1965, Owen Madaren, ingeniero aeronáutico ideó, a petición de su mujer, algo más ligero. Construyó el primer cochecito tipo paraguas, más fácil de usar y llevar a todas partes.
Desde los años 80 la industria del cochecito se ha desarrollado de manera vertiginosa. Las nuevas características, una construcción más segura y más accesorios han abierto un mundo nuevo a padre y bebés.
El coche que muestra el museo es de la marca Lopher y fue donado en el 1993 por Dª Carmen Cortés de la Torre-Velver.