En los tiempos en que los animales hacían tareas de tiro, carga y monta, era un problema el desgaste de sus pezuñas en el intento de arrastrar las pesadas cargas o mover las herramientas de trabajo del campo, de ahí que era indispensable herrar los animales que hacían el trabajo, oficio que correspondía a los herradores.
Desde muy antiguo, éste fue uno de los oficios más preciados e imprescindibles para las sociedades agrícolas de nuestros pueblos.
Los herradores tenían un delicado tacto al tratar a las bestias que se dejaban herrar con facilidad; sin embargo, también solían utilizar métodos menos refinados cuando se trataba de animales nerviosos e inquietos.
Variados son los instrumentos que se usan para herrar a las bestias; uno de ellos es el pujavante, que exponemos como pieza del mes. Se trata de una especie de pala de hierro acerado con los bordes vueltos hacia arriba y una superficie de corte de unos seis centímetros. Se impulsa con ayuda de todo el cuerpo sobre el mango de madera.
Se usa para recortar las pezuñas de las caballerías y animales de carga antes de herrarlos, con objeto de alinear la superficie de la pezuña y que la herradura asiente correctamente.
Antiguamente los herradores eran los propios albéitares, después convertidos en veterinarios, que al alcanzar tal categoría tenían a su servicio a los herradores de oficio, conocedores en muchos casos de ciertas enfermedades y dolores que padecían las bestias y que solían erradicar con hierbas silvestres curativas. Tampoco dudaban estos expertos profesionales en practicar algunas operaciones quirúrgicas tales como la castración o capadura de los machos, así como sangrías indicadas para las congestiones y edemas.
El oficio de herrador ha ido desapareciendo; no hay suficientes animales de tiro para herrar y es difícil encontrar alguna herradura en las calles como sucedía antes. Según la creencia popular, si alguien encontraba alguna, se la llevaba a su casa y la colgaba detrás de la puerta, porque traía buena suerte.