El hombre primitivo vio sin duda peligro en todas partes: en los elementos incomprendidos, en los animales dañinos que le acechaban, en los espíritus de las enfermedades y de la muerte.
Para evitar el mal, empleó objetos en los que creyó advertir poderes ocultos y virtudes defensivas, a veces con carácter medicinal, para quitar dolores, otras con poder estrictamente mágico, para influir en la voluntad de las personas de su alrededor causantes con frecuencia, según él, de los maleficios. Así, para salvaguardar los bienes y las vidas se han utilizado los amuletos, que pueden ser de diferentes materiales, formas y colores, cada tipo especializado en diversas funciones y usos.
Sus formas son muy variadas, pudiendo ser pentagonales, cuadradas, acorazadas, lanceoladas y romboidales. Normalmente eran adornados con multitud de bordados en hilo de seda o metálico y lentejuelas.
Tras los amuletos vive todo un mundo de ideas y creencias relacionadas especialmente con momentos culminantes del ciclo vital de hombres y mujeres: procreación, nacimiento, enfermedad y muerte. Por ello los amuletos son llevados por aquellos que portan la vida o que están en peligro de enfermedad, por debilidad o por su situación más vulnerable, como niños, mujeres, hombres enfermos, animales, etc.
Los niños parecen ser los seres más vulnerables y por ello los más necesitados de cuidados y protectores. Significativo era el recelo que tenían antes las madres de sacar a la calle a sus niños recién nacidos, por miedo a que enfermaran o por miedo al mal de ojo, por ello cuando los niños salían fuera de la casa iban rodeados de amuletos.
El Museo expone, como pieza del mes, un amuleto con forma de corazón (nº inventario general CE06339) que se prendía en el vestido de cristianar para proteger al niño de todo mal. Se decora con hilo metálico alrededor, así como una rama de hilo y lentejuelas igualmente metálicas. En el centro, enmarcada en una guirnalda, se encuentra la estampa de una Custodia resguardada por un plástico transparente. Fue donado en agosto de 1997 por D. Antonio Sousa Caballero, de Olivenza