Por San Juan y San Pedro comenzaba, antaño, el duro trabajo de segar con hoz. Los trabajadores se organizaban en cuadrillas, lo mismo hombres que mujeres. Se enfrentaban al rigor de la temperatura veraniega, con un sol de justicia, hasta bien entrado el mes de agosto.
Las hoces se llevaban forradas con tiras de trapo para protegerlas y protegerse de ellas.
Además de la hoz, otro utensilio ligado a ella es la zoqueta o pieza de madera hueca, a modo de guante, en la que se introducen los dedos, meñique, anular y corazón, quedando libre el pulgar e índice para coger las mieses. Esta pieza reduce el peligro de cortarse con la hoz. Llevaba una cinta o cuerda enganchada en dos orificios cercanos a la muñeca, con el objetivo de atarla e impedir que se le cayese durante su uso.
Así, en una mano la hoz y en otra la zoqueta, todo el día encorvados, manojo a manojo, se iban dejando en el suelo las gavillas o haces, para su posterior traslado a la era en mulas o, posteriormente, en carros. Para guarecerse del sol se ponían grandes sombreros de paja, por encima de un pañuelo anudado a la cabeza. Las mujeres para conservar la piel blanca, más valorada que en la actualidad, se colocaban un pañuelo por la frente y la barbilla, atado al cuello.
La dura vida del segador fue desapareciendo a finales de la década de los años cincuenta del s. XX, cuando las grandes máquinas segadoras les fueron suplantando por ser más rentables y rápido su trabajo. Solo queda el recuerdo de aquella dura labor de la siega en la mente de quien la sufrió y en las fotografías que perduran.
